Lo místico me da comezón, lo sabe quién me
conoce. Sin embargo no deja de desconcertarme la feliz coincidencia de regresar
a mi platanal del alma -el mismo que dejé ya hace 11 años- justo cuando se
encuentra en un cruce de caminos histórico: abocado ante el desarme de la
guerrilla más vieja de la historia, causa y pretexto de más de medio siglo de
barbarie y corrupción.
La cosa tiene incluso un aire así como de
regalo envenenado de los dioses, que te dan para quitarte después, ya que puedo ver el circo desde la gradería pero
no puedo participar en las justas (no me permiten votar ya que tengo mi cédula
inscrita fuera del país, bendita burocracia que jamás nos abandonas). En fin,
sé que estoy hilando muy fino y me pasa lo que pasa cuando sentados boca arriba
en la hierba, según nuestro capricho, atisbamos tanques de guerra o palomas de paz
en las formas de las nubes. No importa. Es agradable pensar por un instante que
la vida me regala una oportunidad única y así mismo lo asumo.
Durante el tiempo que llevo en Colombia, he
sido testigo del debate público sobre la adopción de parejas homosexuales.
Un debate cojo, entre una minoría ilustrada, y una mayoría prejuiciosa, azuzada
por los sectores más oscuros y retardatarios de nuestra sociedad. Da miedo el
poder de ese monstruo dormido, el de la turba y sus antorchas, sin embargo, quisiera
creer que se trata de algo pasajero, de los estertores de un mundo agonizante,
puras patadas de ahogado de la Colombia medieval. Esto de alguna manera -volviendo
a mis devaneos místicos- lo respiro a
veces en el aire, lo intuyo en las calles de un país lleno de arte, color y
humor negro. Por otro lado, en este tiempo también me ha tocado vivir la
progresiva división de la opinión: amigos que no se hablan, palabras fuera de
tono, se habla incluso de familias divididas, y se añoran tiempos míticos de
civilidad en el debate. Esto es lo que
algunos llaman polarización y que yo llamo justa y necesaria toma de posiciones,
en un país que se ha acostumbrado a reprimir sus opiniones políticas y
religiosas en la mesa, para dejarlas podrir y erupcionar luego en la fiebre de
la guerra. Bienvenida sea entonces la terapia colectiva: qué bueno discutir con
vehemencia en las redes sociales, salir a votar con banderas y cornetas, y no
matarnos por pensar diferente.
Sin embargo, al final del día, todo en las
calles sigue igual: la inevitable contaminación visual de las pancartas, la
gente ganándose el pan con más honradez que sin ella, las mismas ganas de
vivir, y de llorar y de gozar, y de no dejarse arrollar por las tan mentadas
locomotoras del progreso. Y es aquí donde pienso, que esta guerra a muchos
colombianos citadinos nos ha sido tan ajena como omnipresente. Siempre ahí, en discursos y emisiones de televisión, pero a final de cuentas sólo un
concepto, un mal sueño del que queremos despertar. Tal vez por eso se nos hace
tan pesada: ¡Colombia no es sólo guerra!, gritamos, y nos exaspera tener que
dar explicaciones, queremos por sobre todo hacer comprender al que no es de acá
que vivimos una vida tan normal como la de ellos, que no vivimos una guerra. Quizá por eso adoramos a los políticos que nos
aseguran que la tal guerra no existe, que nunca ha existido, y que nos hacen
pensar que todo es tan simple como llamar al exterminador para deshacerse de la
plaga. Pero la guerra está ahí, y ni canciones de cuna, ni conjuros de brujo la
harán desaparecer. La guerra está ahí y es a otros a quienes les caen las bombas y les
estallan los pies. Ante esto, todos, tanto guerreros
del teclado como pacifistas de pantalla, debiéramos preguntarnos: ¿es justo que en
mis manos esté la decisión de acabar un
conflicto del que no he llorado ni un muerto propio y al que tal vez sólo
conozco a través de memes y titulares de diarios?
Para muchos partidarios del NO, la cuestión se
limita a un dilema moral: ¿cómo premiar con el perdón y la tribuna pública a un
grupo de criminales con capa de redentores? Válido, tal vez, sino se trata de un
disfraz, como toda moral tuerta, para ocultar pasiones más bajas como la venganza, el
arribismo social, o el temor a perder privilegios de clase. En todo caso, para
mí, el tal dilema no existe, o si existe
es irrelevante ante la oportunidad tangible y verificable de parar un conflicto
de 52 años que, a causa de ambos bandos, ha desplazado más personas que la
guerra en Siria, desaparecido miles de padres, madres e hijos y regado el país
con la sangre de cientos de miles de colombianos. Por eso digo sí al fin del
conflicto, o mejor dicho, al desarme de las FARC, que se bien no es la Paz sin
matices que algunos se imaginan, pero si el comienzo y la esperanza de un nuevo
país.